El sol de los refugios caía sobre la espalda pecosa de Toby mientras se adentraba más profundamente en la naturaleza salvaje. Se había alejado del lugar familiar, atraído por los susurros del diario de un explorador olvidado.
Cada susurro en la maleza le provocaba escalofríos en la espalda, pero la promesa de aventura brillaba más que el miedo. De repente, los árboles disminuyeron, revelando una escena desolada.
Un arroyo olvidado, con su lecho reseco y seco, se extendía ante él. La decepción intentó engullirlo, pero entonces, un destello de luz llamó su atención. Entre los guijarros blanqueados por el sol había un destello de oro. Con el corazón martillando, Toby cayó al banco, la anticipación se retorcía con una creciente sensación de incredulidad.
Quitando el polvo, no encontró ni una sola moneda, sino un cofre del tesoro repleto de una variedad de maravillas. Las piedras preciosas pulidas parpadeaban a la luz del sol y sus facetas se encendían como diminutos soles. Monedas antiguas, con sus superficies grabadas con símbolos de estragos, yacían esparcidas entre baratijas de gran valor.
Un jadeo escapó de sus labios mientras levantaba un relicario de plata con etiquetas, un retrato descolorido que le devolvía la mirada con ojos que parecían guardar secretos olvidados. No se trataba sólo de oro y joyas; era un portal a un mundo lejano, un susurro de vidas olvidadas. En ese momento, bajo la vasta extensión del cielo, Toby supo que ya no era sólo un niño perdido en la vida. Era un explorador, un aventurero, el poseedor de una historia esperando ser contada. El peso del pecho se asentó cómodamente en sus brazos, no sólo el peso físico, sino el peso de la responsabilidad, de llevar adelante un pedazo de historia.